A principios del siglo XV, Pietro Bembo, cardenal, humanista y escritor, dio ejemplo a quienes deseaban vivir el jardín como lugar de refugio y meditación. Incluso hoy en día, el jardín sigue siendo capaz de proporcionar momentos de tranquilidad y una pausa en nuestras ajetreadas vidas, un lugar de placer por excelencia.
No sólo es eso. Un jardín es también un lugar donde observar el cambio de las estaciones nos hace conscientes del paso del tiempo en nuestras vidas. El agua de las fuentes, estancada o a borbotones, refleja nuestra propia alma, que puede ser clara y tranquila o a veces ondulante en la superficie y turbulenta en las profundidades.
Quizá por eso los jardines (a menudo vinculados al hogar de nuestra infancia) se convierten en lugares a los que permanecemos fuertemente unidos a lo largo de nuestra vida, incluso cuando cambiamos de país, o de ciudad, o dejamos atrás a nuestros viejos amigos.
A pesar de esto, el espacio reservado al jardín en el ámbito de la protección del patrimonio cultural estuvo limitado durante mucho tiempo. De hecho, aún hoy, la sección de libros VIII G, dedicada a la conservación de jardines, no es una de las más grandes de la Biblioteca del ICCROM.
En su afán por solventar esta tesitura, nuestra Biblioteca alberga con orgullo el hermoso volumen "El jardín del Véneto: De la Baja Edad Media al siglo XX" (título original en italiano: Il Giardino Veneto), editado por Margherita Azzi Visentini y publicado en 1988, que explora la transformación del significado y las funciones del jardín en el Véneto a lo largo de los siglos.
De la Edad Media al siglo XX, el jardín pasó de ser una simple prolongación exterior de una construcción arquitectónica a convertirse en el verdadero protagonista de una villa (como es el caso de la Villa Barbarigo en Valsanzibio).
Ni que decir tiene que estas transformaciones se produjeron a la par que los cambios en las tendencias artísticas.
En la Edad Media, los jardines estaban vinculados a monasterios y castillos y se caracterizaban por funciones predominantemente prácticas y simbólicas, como cultivar hierbas medicinales o utilizarlos para la meditación y el descanso espiritual.
Esta última función persistió en el tiempo, adquiriendo además una característica intelectual. A finales del siglo XV, los benedictinos de San Giorgio Maggiore mostraban a los peregrinos la biblioteca y el jardín como las dos maravillas más favorables para el espíritu de su convento. Llamativamente, el jardín representaba para ellos el espacio más propio para la lectura.
Durante el Renacimiento, los jardines empezaron a caracterizarse por la simetría, la geometría y la presencia de elementos arquitectónicos como fuentes y estatuas.
Los apuntes de Francesco Sansovino muestran que, a principios del siglo XVI, un centenar de palacios contaban con jardines propios. Entre ellos se encuentra el Palazzo Contarini dal Zaffo, en el Gran Canal de Venecia, que aún conserva el particular aspecto de un jardín veneciano de principios del siglo XVI.
Con la entrada en escena del Barroco, se empezó a hacer hincapié en la opulencia, la teatralidad y la interacción con el paisaje circundante. Esto incluía efectos especiales de agua, perspectivas ilusorias y complejos diseños de setos y parterres.
Un ejemplo curioso es el proyecto de la plaza Prato Della Valle, en Padua, diseñado por Andrea Memmo (superintendente extraordinario de Padua entre 1775 y 1776). Memmo realizó un proyecto de plaza en forma de jardín elíptico, cuyo resultado evocaba a un teatro.
La propuesta estaba orientada a construir un teatro en contra de la prohibición explícita establecida por una ley de 1763 que impedía la construcción de nuevos espacios teatrales, además de los ya existentes, en ciudades fuera de la capital. Dejando de lado este capcioso objetivo inicial, Memmo dio pie a obras de recuperación de terrenos, revalorando una vasta zona pantanosa e incierta de la ciudad al incorporar así funciones de espectáculo, ferias y paseos públicos.
En el Siglo de las Luces, los jardines del Véneto empezaron a caracterizarse por una importante atención a la naturaleza y la ciencia, en particular a las colecciones de plantas exóticas.
En el siglo XIX se produjo una transición gradual hacia jardines más naturales y paisajísticos inspirados en los principios del Romanticismo. Una transición que finalizó en el siglo XX con la introducción de estilos modernos e influencias internacionales.
El jardín, ya sea parte integrante de una villa o una creación autosuficiente, se sigue percibiendo en el contexto de su entorno y comprende muchos componentes: botánicos y arquitectónicos, figurativos y estéticos, literarios y poéticos.
Y es ahora cuando nos vuelve a la mente la imagen de Bembo, un poeta que pensaba admirar el jardín desde las logias y las ventanas abiertas de par en par sobre los prados y las aguas que brotaban de las rocas y las fuentes que pertenecían más a la literatura que a la vida.
Desde esta perspectiva, el jardín del Véneto se veía como un no-lugar, suspendido en la eternidad, disperso en el tiempo y el espacio.
Aquí, la mirada de la memoria se convierte en determinante, ya que nos hace darnos cuenta de que preservar el jardín también significa preservar la memoria.